domingo, 28 de abril de 2019

¡Corre ,corre!


¡Corre, corre!
El despertador de las seis, no lo he oído, qué horror! ha sido el de las siete, el que me ha hecho saltar de la cama.
Ya no tengo tiempo para desayunar. Tendré que maquillarme en el autobús, al que espero coger a tiempo, y es que todos los días me deja plantada en la parada. 
Siempre lleno de gente con prisa, en manos de un conductor qué cobra extras por vuelta a cabecera de parada.
Ante mi, la madre tira del brazo de su hijo, que pierde un zapato y no reparan en ello.
 El semáforo en rojo y motores arranca con fuerza sin esperar al verde .
 ¡Vamos!, se oye a lo lejos a las señoras con los carros, ávidas por entrar en el supermercado y ser las primeras en escanear cada uno de de sus rincones.
Un negrito, llega con paso lento y semblante tranquilo , y agita su cabeza al son de la música de sus auriculares. Se sienta y, yo, embargada por su pausada presencia, decido sentarme. Algo está pasando en mi cabeza. Una imagen de una belleza inconmensurable me traslada a la selva de África. Tengo la sensación de que el tiempo no existe, los animales se desplazan en una marcha sigilosa, los habitantes del poblado se dejan arrastrar por la inercia de una necesidad que no les empuja. Surge educada ocupando su tiempo y su espacio, intuitivamente.
Yo, viciada de tantos años por la carrera hacia el tiempo, aligero el paso para llegar hasta aquella gente.
 En ese momento alguien me toca el hombro, vuelvo el rostro y el negrito de la parada, me dice con voz sosegada, mira al final del camino, allí, a lo lejos ,te has dejado el alma atrás, mientras corrías.
 La bocina del autobús me invitaba a subir, pero ese día decidí esperar a mi alma para no volver a dejarla atrás.

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